Interesante artículo de Manuel de la Tierra, desde Santiago de Chile, y que adptamos a nuestra web.
Unir nación y anarquismo en una
discusión resulta ser un ejercicio conceptual interesante, ahora, pero hacerlos
converger en un proyecto común de transformación revolucionaria, es todo un
desafío. A pesar de los avances y de los intentos de varios compañeros por
compartir esta reflexión resulta evidente que la misma no ha sido mayormente
considerada por el conjunto del heterogéneo movimiento anarquista. Por lo menos
no en una dimensión que supere los numerosos lugares comunes que existen y que
han impedido llevar adelante una problematización superior. No obstante, se
avanza. Así por ejemplo hoy es posible afirmar sin mayores miramientos que
nación no es sinónimo de nación-Estado. Y lo destaco porque uno de los más
recurrentes errores de los anarquistas cuando tratan el tema es simplificar el
asunto, quedándose con la idea de que son cuestiones homólogas, negando con
ello la oportunidad de avanzar un poco más allá de la peligrosa
caricaturización. Esto último es sólo una prueba de que en verdad el lugar de
la discusión entre nación y anarquismo, fuera de los límites señalados arriba,
ha sido constantemente dejado de lado. Cuestión que a mi juicio no obedece a
mala fe u omisión deliberada, sino simplemente a que para la mayoría de los
anarquistas la nación no ha sido considerada como un elemento necesario en la
construcción de una sociedad sin autoridad. De hecho, quienes casi
exclusivamente se han ocupado del asunto -más allá de la simplificación- han
sido precisamente aquellos compañeros, minoría en número, que interpretan a la
nación como una herramienta útil a las luchas por la libertad y en contra del
Estado. Situación que es posible de vislumbrar en los conflictos sostenidos por
las regiones sojuzgadas cultural y políticamente por otras, como los vascos
frente a España, los mapuches frente a Chile, las colonias frente a los
imperios en las décadas pasadas, por citar algunos ejemplos cercanos. Y como la
nación antes que ser un elemento de resistencia ha sido generalmente
identificada con el Estado y su dominación, para la mayoría de los anarquistas
no ha existido la necesidad de unir ambos conceptos y, tal vez por lo mismo, no
se ha teorizado mucho al respecto. Por ello toda la reflexión que se ha dado y
se dará al respecto nos habla de la buena salud de un movimiento como el
anarquista, abierto a la autocrítica y exento de sistemas cerrados de ideas y
dogmas eternos.
La nación, según Benedict
Anderson, uno de sus más citados estudiosos, es una comunidad imaginada en
donde los miembros, aún sin conocerse, se sienten parte de un colectivo humano
con una cultura, un territorio, una soberanía y una organización política en
común .
A esta definición tendríamos
que agregar que dichas particularidades nacionales son pautadas e impuestas por
una red de poderes más o menos centrales identificables generalmente con las
estructuras estatales, ya que si bien existen rasgos culturales reales que
pueden caracterizar a una comunidad nacional exentos de imposición
explícitamente coercitiva (lenguaje, por ejemplo), estos no son elegidos
libremente por los habitantes de aquella región geográfica. O son impuestos por
la tradición de la comunidad en la que nacemos, o por el Estado en el que dicha
colectividad está inserta.
En poder del Estado se hallaría
en primera y predominante instancia, la facultad de caracterizar la nación en
su sentido más tradicional. Simplificando su forma de actuar: éste crearía
legalmente una gran unidad identitaria, con una tradición, territorio, folclor,
etcétera, en común. Cuando la extensión geográfica y la diversidad cultural son
más extensas, el Estado incluye varias identidades particulares en un solo
cuerpo, cooptando y sujetando las diferencias en su pretendida armonía
nacional. Un ejemplo paradigmático lo conforman los pueblos indígenas que
perviven, ya sea resistiendo o ya domesticados, en los Estados sudamericanos.
El Estado y la sociedad crean ciertos estereotipos de cada identidad
particular, los mezclan en la unidad de la nación hegemónica, y luego lo
imponen por medio de la escuela, la prensa, la institucionalidad, el servicio
militar, etcétera, a todo quien viva dentro de las fronteras estatales.
Chaterjee advierte la
imposibilidad de que cada individuo, en caso de sentirse parte de una identidad
cultural con fronteras estatales, crea y sienta sobre ella, lo mismo que
cualquier otro.
Continuemos. De que la nación
que prima en un Estado la mayoría de las veces es impuesta coercitivamente a
los individuos y comunidades particulares, es difícil dudar. Pero hay que tener
cuidado pues no siempre es la violencia la que hace que un hombre ame a su
patria [6]. Y sería bueno estudiar más a fondo ese aspecto, el de las
adhesiones voluntarias, tema que sin duda, amerita un necesario análisis
aparte. Pero paralela a esa simpatía «natural» e «irreflexiva» que puede surgir
por ejemplo con el entorno geográfico y familiar, existe una ideologización
nacional obligatoria que proviene del Estado [7]. Como aquella «construcción
forzosa de la nación» ha sido la más atacada por los anarquistas a lo largo de
su historia, no profundizaremos al respecto.
Decíamos que el Estado impone
su nación a quienes conviven en sus tierras. Como es de prever, eso
inevitablemente conlleva la tensión interna de las otras identidades que buscan
su espacio de libertad y autónomo desarrollo cultural. Muestra de aquello son
los conflictos étnicos que se han sucedido en el mundo hasta la actualidad, de
los cuales ni la vieja Europa se libra. Los vascos en España, como los mapuche
en Chile son un vivo ejemplo de cuando algunas culturas distintas a las
oficiales se debaten entre la resistencia y la asimilación, entre el duelo y la
domesticación.
Si la nación vendría a ser
principalmente una construcción cultural, el nacionalismo es la ideología que
se encarga de velar por la difusión y el respeto de los valores y caracteres
que la conforman (historia, lengua, tradición, etc.) Pero existen distintos
tipos de nacionalismos (económicos, religiosos, culturales, etcétera), siendo
el predominante aquel que liga a la nación con el Estado, es decir, el que se
basa en una noción estatista de la nación. De igual forma notamos que hay
nacionalismos explícitamente violentos y otros que al parecer no lo son.
Generalmente los primeros actúan bajo un tono exclusivista, supremacista. Algo
así como «Mi patria es la mejor, las otras deben estar abajo».
Por lo anterior, para los
anarquistas se ha hecho común ver al nacionalismo ligado a la xenofobia y al
militarismo, como partes de la misma moneda. Razones han sobrado, y no
hablaremos de ello ahora, no obstante es preciso intentar establecer un
deslinde entre nacionalismo y violencia nacionalista para mejor comprender el
concepto, ya que de otro modo caemos en caricaturas y no lograríamos percibir
porqué millones de personas están dispuestas a dar la vida por una idea que
nosotros concebimos artificial y autoritaria en la mayoría de sus aspectos.
Indudablemente el nacionalismo
es un fenómeno complejo. Por lo general, como se indica arriba, lo vemos como
el anhelo de hacer de la nación propia más que la de los otros y así es como
parece ser comprendido por la mayoría de la población. Si no, es cosa de ver un
Mundial de Fútbol
Y así como hay nacionalismos
violentos, los hay también pacíficos, como el de quienes sostienen que es
deseable y posible que todas las naciones convivan sin enfrentamiento alguno.
Entre unos y otros hay una serie de matices. No obstante y para esquematizar
nuestra argumentación, deseamos hacer notar las diferencias entre las naciones
de Estado y las que están inmersas conflictivamente en el interior de las
primeras. Pues generalmente los anarquistas suelen combatir naturalmente a las
naciones de Estado, mas, cuando se trata de las segundas surgen a veces las
complicaciones.
Los problemas anarquistas para
interpretar la nación o para posicionarse frente a ella suelen comenzar cuando
se trabaja o se vive el caso de las naciones sin Estado. Ello ocurre sin ir mas
lejos con los anarquistas que viven dentro de entornos culturales o nacionales
diversos a los oficiales, como es el caso de los vascos en España y los mapuche
en Chile, volviendo a los ejemplos que estamos usando.
Hemos dicho que hay casos en
los que la nación parece ser posible de entender como un elemento de
resistencia a un Estado. En ellos, la ruta trazada para algunos anarquistas
sería apoyar a toda nación que intente zafarse del dominio de otra en tanto esa
liberación no implique un cambio de roles entre opresores y oprimidos. La
empatía en este caso, estaría en la lucha para desarrollar sin trabas una
propia cultura, una propia forma de cosmogonía, una propia forma de ver el
mundo (en la medida en que la nación determina eso). Ello explica en parte por
qué algunos compañeros han creído ver en las guerras de liberación nacional un
espacio para actuar. Decisión que en muchos casos ha ido acompañada de
idealizaciones y falta de crítica.
Con respecto a lo anterior,
veamos un caso a modo de ejemplo: el conflicto en el interior del Estado de
Chile entre mapuches y chilenos (mestizos). Salvando enormes distancias quizás
pueda hacerse un paralelo con lo que ocurre entre españoles y vascos.
Simplificando burdamente, los chilenos cuentan con el poder (político, cultural
y económico) y los mapuches carecen del mismo. Y no es que el poder sea una «cosa»
y no esté actuando en diversos niveles, nos remitimos solamente a sus
expresiones más tradicionales. Las diferencias concretas parecen abismales,
unos tienen las fortunas, las armas, las tierras, la institucionalidad estatal
y los otros en cambio, solo tienen su «cultura» y sus ansias legítimas de
recuperar lo que les fue arrebatado por la fuerza. Cierto, muy cierto. ¿Pero
cuánto de lo que entendemos hoy por mapuche, y de los pueblos indígenas en
general, es idealización y homogenización esquemática? ¿Cómo encerrar en un
todo, en este caso, a los que habitan junto al mar con aquellos que lo hacen en
la Cordillera de los Andes, a los urbanos con los del campo, a los
occidentalizados con los que no.
Para unir toda esta Babel fue
necesario crear, o dicho sin eufemismos, inventar una identidad común, una
nación. Hubo que construir una cosmovisión, eligiendo lo que entraba en ella y
lo que no. Y, advertencia, en este proceso no siempre metió su asqueroso hocico
el Estado. Esta creación no se dio por decretos, es claro, tampoco en un tiempo
reducido, y mucho menos en base a elementos artificiales. Pues real es la
montaña, los ríos y la tierra, como real es la hermandad de muchos mapuche y
los pueblos indígenas en general -aunque no todos sus miembros- con los elementos
naturales y la lengua común, y el sentimiento de arraigo, y la raíz fenotípica;
tan reales éstos como la influencia de las machis y caciques, la usurpación de
las tierras y la sangre derramada para defenderlas. Todo eso ocurrió y ocurre,
pero son hechos efectivos que se superponen en una identidad común, haciendo
que la experiencia de algunos -o los más- sea impuesta a todos. Esa
superposición, largo y complejo proceso de elección y discriminación de sus
caracteres, es lo que hace -creo- que una nación, cualquiera sea ésta, sea
históricamente constituida (y por ende susceptible a la modificación y/o
destrucción.
El nacionalismo en la India -su
región de estudio- fue en gran parte herencia de Europa, en tanto la dominación
británica de aquel territorio, obligó a sus habitantes, anteriormente
fragmentados o débilmente cohesionados, a unirse en respuesta al otro, al
invasor. Si bien existía una especie de nacionalismo espiritual o religioso, el
anhelo por el nacionalismo en su dimensión política (con territorio,
administración y soberanía delimitada) fue importado desde los opresores. Antes
no existía, como debe imaginarse, la idea de nación en su sentido moderno. La
dominación del imperio británico, dotó, aún sin pretenderlo, del fervor por la
idea de nación-Estado a sus colonias y con ella a los movimientos
independentistas. Talvez algo similar ocurrió a los asentamientos españoles que
hoy conforman los modernos estados latinoamericanos.
.
No queremos un mundo de masas idénticas que hable una sola lengua
y vista un mismo uniforme, esa no es nuestra igualdad. Aspiramos a un mundo en
que cada uno se construya a sí mismo en solidaridad con los otros, que cada
cual elija libremente los elementos de su identidad y que la misma jamás incida
en la opresión de unos sobre otros.
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