viernes, 21 de febrero de 2014

NACIÓN Y ANARQUISMO




«El anarquista lo examina y considera todo, acepta o renuncia, según que las ideas propuestas estén de acuerdo o no con su concepción de la vida o sus aspiraciones individuales. En fin, todos los hombres se conforman con ser determinados por su medio y, en cambio, el anarquista se esfuerza, bajo las reservas inevitables de orden físico, en determinarse por sí mismo.» (Émile Armand)


Unir nación y anarquismo en una discusión resulta ser un ejercicio conceptual interesante, ahora, pero hacerlos converger en un proyecto común de transformación revolucionaria, es todo un desafío. A pesar de los avances y de los intentos de varios compañeros por compartir esta reflexión resulta evidente que la misma no ha sido mayormente considerada por el conjunto del heterogéneo movimiento anarquista. Por lo menos no en una dimensión que supere los numerosos lugares comunes que existen y que han impedido llevar adelante una problematización superior. No obstante, se avanza. Así por ejemplo hoy es posible afirmar sin mayores miramientos que nación no es sinónimo de nación-Estado. Y lo destaco porque uno de los más recurrentes errores de los anarquistas cuando tratan el tema es simplificar el asunto, quedándose con la idea de que son cuestiones homólogas, negando con ello la oportunidad de avanzar un poco más allá de la peligrosa caricaturización. Esto último es sólo una prueba de que en verdad el lugar de la discusión entre nación y anarquismo, fuera de los límites señalados arriba, ha sido constantemente dejado de lado. Cuestión que a mi juicio no obedece a mala fe u omisión deliberada, sino simplemente a que para la mayoría de los anarquistas la nación no ha sido considerada como un elemento necesario en la construcción de una sociedad sin autoridad. De hecho, quienes casi exclusivamente se han ocupado del asunto -más allá de la simplificación- han sido precisamente aquellos compañeros, minoría en número, que interpretan a la nación como una herramienta útil a las luchas por la libertad y en contra del Estado. Situación que es posible de vislumbrar en los conflictos sostenidos por las regiones sojuzgadas cultural y políticamente por otras, como los vascos frente a España, los mapuches frente a Chile, las colonias frente a los imperios en las décadas pasadas, por citar algunos ejemplos cercanos. Y como la nación antes que ser un elemento de resistencia ha sido generalmente identificada con el Estado y su dominación, para la mayoría de los anarquistas no ha existido la necesidad de unir ambos conceptos y, tal vez por lo mismo, no se ha teorizado mucho al respecto. Por ello toda la reflexión que se ha dado y se dará al respecto nos habla de la buena salud de un movimiento como el anarquista, abierto a la autocrítica y exento de sistemas cerrados de ideas y dogmas eternos.


La nación, según Benedict Anderson, uno de sus más citados estudiosos, es una comunidad imaginada en donde los miembros, aún sin conocerse, se sienten parte de un colectivo humano con una cultura, un territorio, una soberanía y una organización política en común .
A esta definición tendríamos que agregar que dichas particularidades nacionales son pautadas e impuestas por una red de poderes más o menos centrales identificables generalmente con las estructuras estatales, ya que si bien existen rasgos culturales reales que pueden caracterizar a una comunidad nacional exentos de imposición explícitamente coercitiva (lenguaje, por ejemplo), estos no son elegidos libremente por los habitantes de aquella región geográfica. O son impuestos por la tradición de la comunidad en la que nacemos, o por el Estado en el que dicha colectividad está inserta. 
En poder del Estado se hallaría en primera y predominante instancia, la facultad de caracterizar la nación en su sentido más tradicional. Simplificando su forma de actuar: éste crearía legalmente una gran unidad identitaria, con una tradición, territorio, folclor, etcétera, en común. Cuando la extensión geográfica y la diversidad cultural son más extensas, el Estado incluye varias identidades particulares en un solo cuerpo, cooptando y sujetando las diferencias en su pretendida armonía nacional. Un ejemplo paradigmático lo conforman los pueblos indígenas que perviven, ya sea resistiendo o ya domesticados, en los Estados sudamericanos. El Estado y la sociedad crean ciertos estereotipos de cada identidad particular, los mezclan en la unidad de la nación hegemónica, y luego lo imponen por medio de la escuela, la prensa, la institucionalidad, el servicio militar, etcétera, a todo quien viva dentro de las fronteras estatales.

Chaterjee advierte la imposibilidad de que cada individuo, en caso de sentirse parte de una identidad cultural con fronteras estatales, crea y sienta sobre ella, lo mismo que cualquier otro.
Continuemos. De que la nación que prima en un Estado la mayoría de las veces es impuesta coercitivamente a los individuos y comunidades particulares, es difícil dudar. Pero hay que tener cuidado pues no siempre es la violencia la que hace que un hombre ame a su patria [6]. Y sería bueno estudiar más a fondo ese aspecto, el de las adhesiones voluntarias, tema que sin duda, amerita un necesario análisis aparte. Pero paralela a esa simpatía «natural» e «irreflexiva» que puede surgir por ejemplo con el entorno geográfico y familiar, existe una ideologización nacional obligatoria que proviene del Estado [7]. Como aquella «construcción forzosa de la nación» ha sido la más atacada por los anarquistas a lo largo de su historia, no profundizaremos al respecto.

Decíamos que el Estado impone su nación a quienes conviven en sus tierras. Como es de prever, eso inevitablemente conlleva la tensión interna de las otras identidades que buscan su espacio de libertad y autónomo desarrollo cultural. Muestra de aquello son los conflictos étnicos que se han sucedido en el mundo hasta la actualidad, de los cuales ni la vieja Europa se libra. Los vascos en España, como los mapuche en Chile son un vivo ejemplo de cuando algunas culturas distintas a las oficiales se debaten entre la resistencia y la asimilación, entre el duelo y la domesticación.
Si la nación vendría a ser principalmente una construcción cultural, el nacionalismo es la ideología que se encarga de velar por la difusión y el respeto de los valores y caracteres que la conforman (historia, lengua, tradición, etc.) Pero existen distintos tipos de nacionalismos (económicos, religiosos, culturales, etcétera), siendo el predominante aquel que liga a la nación con el Estado, es decir, el que se basa en una noción estatista de la nación. De igual forma notamos que hay nacionalismos explícitamente violentos y otros que al parecer no lo son. Generalmente los primeros actúan bajo un tono exclusivista, supremacista. Algo así como «Mi patria es la mejor, las otras deben estar abajo».
Por lo anterior, para los anarquistas se ha hecho común ver al nacionalismo ligado a la xenofobia y al militarismo, como partes de la misma moneda. Razones han sobrado, y no hablaremos de ello ahora, no obstante es preciso intentar establecer un deslinde entre nacionalismo y violencia nacionalista para mejor comprender el concepto, ya que de otro modo caemos en caricaturas y no lograríamos percibir porqué millones de personas están dispuestas a dar la vida por una idea que nosotros concebimos artificial y autoritaria en la mayoría de sus aspectos.
Indudablemente el nacionalismo es un fenómeno complejo. Por lo general, como se indica arriba, lo vemos como el anhelo de hacer de la nación propia más que la de los otros y así es como parece ser comprendido por la mayoría de la población. Si no, es cosa de ver un Mundial de Fútbol
Y así como hay nacionalismos violentos, los hay también pacíficos, como el de quienes sostienen que es deseable y posible que todas las naciones convivan sin enfrentamiento alguno. Entre unos y otros hay una serie de matices. No obstante y para esquematizar nuestra argumentación, deseamos hacer notar las diferencias entre las naciones de Estado y las que están inmersas conflictivamente en el interior de las primeras. Pues generalmente los anarquistas suelen combatir naturalmente a las naciones de Estado, mas, cuando se trata de las segundas surgen a veces las complicaciones.
Los problemas anarquistas para interpretar la nación o para posicionarse frente a ella suelen comenzar cuando se trabaja o se vive el caso de las naciones sin Estado. Ello ocurre sin ir mas lejos con los anarquistas que viven dentro de entornos culturales o nacionales diversos a los oficiales, como es el caso de los vascos en España y los mapuche en Chile, volviendo a los ejemplos que estamos usando.

Hemos dicho que hay casos en los que la nación parece ser posible de entender como un elemento de resistencia a un Estado. En ellos, la ruta trazada para algunos anarquistas sería apoyar a toda nación que intente zafarse del dominio de otra en tanto esa liberación no implique un cambio de roles entre opresores y oprimidos. La empatía en este caso, estaría en la lucha para desarrollar sin trabas una propia cultura, una propia forma de cosmogonía, una propia forma de ver el mundo (en la medida en que la nación determina eso). Ello explica en parte por qué algunos compañeros han creído ver en las guerras de liberación nacional un espacio para actuar. Decisión que en muchos casos ha ido acompañada de idealizaciones y falta de crítica.
Con respecto a lo anterior, veamos un caso a modo de ejemplo: el conflicto en el interior del Estado de Chile entre mapuches y chilenos (mestizos). Salvando enormes distancias quizás pueda hacerse un paralelo con lo que ocurre entre españoles y vascos. Simplificando burdamente, los chilenos cuentan con el poder (político, cultural y económico) y los mapuches carecen del mismo. Y no es que el poder sea una «cosa» y no esté actuando en diversos niveles, nos remitimos solamente a sus expresiones más tradicionales. Las diferencias concretas parecen abismales, unos tienen las fortunas, las armas, las tierras, la institucionalidad estatal y los otros en cambio, solo tienen su «cultura» y sus ansias legítimas de recuperar lo que les fue arrebatado por la fuerza. Cierto, muy cierto. ¿Pero cuánto de lo que entendemos hoy por mapuche, y de los pueblos indígenas en general, es idealización y homogenización esquemática? ¿Cómo encerrar en un todo, en este caso, a los que habitan junto al mar con aquellos que lo hacen en la Cordillera de los Andes, a los urbanos con los del campo, a los occidentalizados con los que no.
Para unir toda esta Babel fue necesario crear, o dicho sin eufemismos, inventar una identidad común, una nación. Hubo que construir una cosmovisión, eligiendo lo que entraba en ella y lo que no. Y, advertencia, en este proceso no siempre metió su asqueroso hocico el Estado. Esta creación no se dio por decretos, es claro, tampoco en un tiempo reducido, y mucho menos en base a elementos artificiales. Pues real es la montaña, los ríos y la tierra, como real es la hermandad de muchos mapuche y los pueblos indígenas en general -aunque no todos sus miembros- con los elementos naturales y la lengua común, y el sentimiento de arraigo, y la raíz fenotípica; tan reales éstos como la influencia de las machis y caciques, la usurpación de las tierras y la sangre derramada para defenderlas. Todo eso ocurrió y ocurre, pero son hechos efectivos que se superponen en una identidad común, haciendo que la experiencia de algunos -o los más- sea impuesta a todos. Esa superposición, largo y complejo proceso de elección y discriminación de sus caracteres, es lo que hace -creo- que una nación, cualquiera sea ésta, sea históricamente constituida (y por ende susceptible a la modificación y/o destrucción.
El nacionalismo en la India -su región de estudio- fue en gran parte herencia de Europa, en tanto la dominación británica de aquel territorio, obligó a sus habitantes, anteriormente fragmentados o débilmente cohesionados, a unirse en respuesta al otro, al invasor. Si bien existía una especie de nacionalismo espiritual o religioso, el anhelo por el nacionalismo en su dimensión política (con territorio, administración y soberanía delimitada) fue importado desde los opresores. Antes no existía, como debe imaginarse, la idea de nación en su sentido moderno. La dominación del imperio británico, dotó, aún sin pretenderlo, del fervor por la idea de nación-Estado a sus colonias y con ella a los movimientos independentistas. Talvez algo similar ocurrió a los asentamientos españoles que hoy conforman los modernos estados latinoamericanos.
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No queremos un mundo de masas idénticas que hable una sola lengua y vista un mismo uniforme, esa no es nuestra igualdad. Aspiramos a un mundo en que cada uno se construya a sí mismo en solidaridad con los otros, que cada cual elija libremente los elementos de su identidad y que la misma jamás incida en la opresión de unos sobre otros.

Texto extraido de internet y aportado por Jaime Giraldo Tabero (NAM Catalunya)

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